Lampegia y Munusa

  • 28 de Abril de 2016
Lampegia y Munusa

Era un tiempo que por los Pirineos aún corrían los osos gigantescos y la Cerdanya era habitada por los cazadores salvajes. En medio de una gran llanura, disimulada entre bosques, se alzaba una antiquísima villa llamada Lyvia. Aquella Lyvia estaba protegida por un cercado de colosal rulls, y había sido construida muchos siglos atrás por el gigante Hércules.
Hércules la había construido él solo al volver de sus aventuras por África, pero en los tiempos que pasaron los hechos que aquí se explicarán, a la vieja Lyvia ya la llamaban Llívia, tal como hoy lo llamamos nosotros, y estaba protegida por una muralla de piedra donde se refugiaban los Cerretani, cazadores de la Cerdanya. A lo largo de los siglos muchas tribus habían pasado por la Cerdanya, los unos se habían quedado y otros habían ido más adelante, hacia donde se acaban las montañas y comienza la llanura. Ahora, en la época que transcurre esta leyenda, habían llegado los guerreros musulmanes conducidos por Munussa, un hombre alto y fuerte arriba de un caballo del color de las cerezas. Munussa tenía los ojos azules y la cabellera negra, y siempre vestía ropa oscura. Hacía muy pocos años que los musulmanes habían vencido los anteriores ocupantes de la Península Ibérica, llamados visigodos. Entonces el Califa de Córdoba distribuyó la tierra entre sus capitanes. A Munussa, valiente entre los valientes, le correspondió la Cerdanya, la alta y bonita plana en medio de los Pirineos, de nieves frías y estanques de agua azul.

Pero más adentro de Europa todavía gobernaba Odón, Duque de Aquitania, uno de los visigodos que aún no habían podido vencer. Odón era pacífico y viejo, y ya fuera porque temía los atrevidos musulmanes, o porque no era hombre de guerras, quiso hacer la paz con Munussa, el cual ya se había establecido en la vieja Lyvia, así que Odón, con la esperanza de hacer una paz duradera invitó a Munussa a conocer su palacio de Carcasona, a orillas del río Auda.

Cuentan los juglares que, en la ciudad de Carcasona, la Princesa Lampègia, hija del Duque, cuando una mañana subió a la torre más alta del castillo, vio avanzar por la orilla del río Auda, un gran cortejo: el sol brillaba sobre los escudos de los guerreros; las banderas, azules y blancas, negras y rojas, temblaban al viento, y en medio de los tambores y las trompetas cabalgaba Munussa con su caballo de fuego. Lampègia corrió bajando las escaleras de la torre y preguntó a su padre quién era ese hombre que montaba el caballo del color de las cerezas, y el padre le respondió que era Munussa, gobernador de Llívia entre los prados de la Cerdanya. Y desde ese mismo día la princesa Lampègia quedó enamorada de Munussa. Pero de momento el amor de la princesa tuvo que quedarse en secreto en su corazón, porque la guerra entre el Califa de Córdoba y su padre era más importante.

Munussa fue recibido con todo tipo de fiestas en el castillo del Duque Odón, entre música y comida. Munussa era ambicioso, pero también era un hombre cansado de la guerra, así que escuchó con satisfacción la oferta de paz que le hacía el Duque. Oída la propuesta de Odón, Munussa fue a descansar en las salas reservadas para él en una parte del palacio. La habitación de Munussa estaba adornada con ricos tapices que representaban batallas de cuando los visigodos aún eran lo suficientemente poderosos para conquistar casi toda Europa. Pero aquellos tapices historiados que querían explicar el poder que habían tenido los antiguos visigodos no impresionaron a Munussa.

He aquí, sin embargo, que la habitación de Munussa daba al huerto del palacio, y desde una ventana pudo ver el más bello paisaje que hubiera presenciado. Y no eran el río y las verdes montañas lo que gustó a Munussa sino una hermosa joven que cosechaba manzanas del huerto metiéndolas en un cesto de palma. Munussa se encantó con la visión de la jovencita, de la gracia de sus manos y de la rubia cabellera que sacaba reflejos del sol del mediodía. Ella, sin saber que la miraban, siguió cosechando manzanas entre risas y canciones, alegrías que a los ojos de Munussa añadían aún más motivos de embeleso.

Las conversaciones entre Odón y el invitado musulmán continuaban, y tantos días como duraron, tantos días Munussa, al caer la tarde, se vertía en la ventana para contemplar la chica de las manzanas. Al final los dos gobernantes se pusieron de acuerdo y pactar una paz entre ellos, y un acuerdo para ayudarse contra cualquier otro que quisiera agredirlos. Pero he aquí que no se ponían de acuerdo en la manera de sellar el compromiso: el Duque ofrecía a Munussa casarse con su hija, la princesa de Aquitania. Pero Munussa que se había enamorado de la joven del huerto del castillo, buscaba la manera de pedir al Duque que le concede la mano de aquella chica del jardín. Al final, sin embargo, Munussa, aunque un poco disgustado, cedió para que sus visires aconsejaron que aceptara la hija del Duque, una vez aceptada la Princesa pedirían a Odón que soltara la chica del jardín como acompañante de la Princesa; seguro que el Duque no les negaría ese favor. Y así fue pactado, y aunque Menussa prefería la desconocida chica de las manzanas, sabía que si quería salvar el acuerdo de paz debía aceptar por esposa la Princesa Lampègia, hija de Odón, una mujer que imaginaba pretenciosa y presumida. Y cuál no fue la sorpresa y alegría de Munussa en descubrir, el día de la boda, que la Princesa Lampègia no era otra que la chica de las manzanas de la que él se había enamorado secretamente.

-Bella recolectora de manzanas; Princesa de Aquitania -le dijo al oído mientras le van presentarse Me habéis robado el corazón mientras recogías las doradas frutas del patio trasero.

Y entonces fue Lampègia quien confesó a Munussa que había sido ella quien primero había enamorado sólo verlo arriba de su caballo rojo, con el pelo al viento y el sol brillante-a la cara.

Pero la buena suerte no dura siempre y el amor de Lampègia y su amado, y también la paz entre Menussa y el Duque de Aquitania, fueron un gran sueño, pero breve. En la resplandeciente Córdoba, capital de Al-Andaluz. el Emir Al-Hisam, desconfiando de la tribu de Munussa, al que no tenía nada de confianza, cuando supo los pactos establecidos entre el gobernador de Llívia y el Duque Odón, decidió enviar a los Pirineos, camino de la Cerdanya, un gran ejercido para deshacer aquella alianza que podía perjudicar el poder de los musulmanes de Córdoba. Así que Al Hisam, al frente de cinco mil hombres de a pie y tres mil a caballo, subió a las montañas por la orilla del río Segre hasta llegar a la Seu d’Urgell, y desde la Seu d’Urgell Al Hisam atacó Llívia de la Cerdanya, rodeando la fortaleza existente de la colina. Las tropas del Emir eran incontables, en cambio los guerreros de Munussa eran escasos, no pasaban de mil entre hombres de a pie y en caballo, además de los pastores y leñadores Cerretani adictos. La hora fatal llegó para Menussa y para su Princesa, el sueño de amor entre el musulmán y la cristiana no había durado mucho.
Ya de noche, dándose cuenta de que toda resistencia era inútil y que los soldados del Emir, habiendo asaltado las murallas del castillo, comenzaban a incendiar las casas de la villa, Munussa decidió escaparse con Lampègia; huirían por los caminos de la montaña hasta encontrar el río Auda, y lo seguirían hasta Carcasona, donde resistía Odón, último Duque de Aquitania.

En medio de los soldados que quemaban y robaban, en medio de muebles desguazados y casas en ruinas, en medio de los gritos de los malheridos, los dos amantes consiguieron llegar a las caballerizas donde los esperaba León, el caballo rojo. Iban montados los dos y el animal partió veloz con alas en las patas. Pero no pudo pasar por entre los soldados sin que uno de los guerreros que vigilaba los reconoció y dio la alarma.

-Munussa huye! Munussa huye! Él y la princesa; ¡las armas, las armas!

A cuatro leguas de Llívia, junto a una fuente de aguas transparentes, quisieron reposar. Munussa no se fiaba, pero no advirtiendo ninguna señal de los perseguidores, descabalgó él y la Princesa para refrescarse. Y allí mismo los asaltaron cuatro soldados del Emir que los sorprendieron a alevosía.

Al verse rodeado y sin salida, valiente como un oso, Munussa se lanzó desesperadamente contra los enemigos. Luchó con codillo y agilidad, e hirió a dos de los perseguidores. Pero al final fue vencido y cayó como un valiente. Lampègia, horrorizada, tuvo que ver cómo moría su amor en medio de una gran mancha de sangre que enrojece la tierra. Terminada la lucha, uno de los soldados, maravillado por la valentía de Munussa y la belleza de Lampègia, tomó Munussa por los cabellos y de un golpe de espada le separó la cabeza del cuerpo, y atándolo a la cola del caballo rojo, le dio un cachete en las nalgas para que el caballo se pusiera a correr por los caminos de los Pirineos. Y dicen que las noches que la Cerdanya se queda sin luna, cerca de la fuente donde mataron Munussa puede sentirse llorar la Princesa Lampègia por su amado musulmán, y se puede oír cabalgar el caballo de Munussa por encima de los riscos, con la cabeza de su dueño aún atado a la cola.

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